martes, 20 de marzo de 2012

adolescer

Fui una adolescente de lo más pava, de esas a las que les dan ataques de risa, de risa con ronquidos, de exagerado volumen, risotadas que se disparaban por cualquier tontería.

Me recuerdo en el aula, parada frente a mis compañeros dando lección de biología, una pierna más adelante que la otra, mascando chicle, el jopo hecho con una hebilla B+D y gesto de “me las sé todas”. 

Al menos eso pensaba, hasta respondía con total seguridad que la fotosíntesis la realizan los animales.

Cejas tupidas, ortodoncia fija, pelo mal lavado, encorvada para esconder  lo enorme del busto, chupines tan ajustados que necesitaba ayuda para sacarlos, seguro me cortaban la circulación, será por eso la celulitis?

También fui amiguera, enamoradiza, mala deportista, alumna vaga.

Creo que la adolescencia es denigrante.

Dos años antes había tomado la decisión de mudarme a vivir con mi abuela y mi bisabuela, una decisión dura, difícil, muy difícil dejar de vivir con la mamá de uno siendo tan chica. 

Pude, lo pensé, lo charlé con mis abuelas y lo hice. 

Dos años más tarde era una completa tarada.

No pude siquiera sostener que mi primer beso iba a ser algo importante, lindo, tierno.

Con mi amiga Noe nos preparábamos toda la semana para el sábado, pensábamos qué ropa ponernos, practicábamos pasitos de baile, nos planchábamos el pelo.

Afuera era de día pero adentro del boliche estaba oscuro, me acuerdo del olor que largaba la máquina de humo, caminábamos por los pasillos buscando a los lindos o los contornos que parecieran lindos, en ese tiempo los pelilargos eran garantía de belleza.

En la oscuridad y el tumulto nos palmeaban la cola, qué espanto, nos reíamos como taradas, qué espanto. 

En una de esas caminatas un chico me agarró del brazo, me dejé llevar, me preguntó mi nombre, no me acuerdo el de él, me habrá preguntado el signo también?

En ese orden, te toman del brazo, te preguntan el nombre y después el beso.

Acercó su cara, no lo miré y nos besamos con las bocas cerradas.

 No recuerdo nada más, no sé si terminó ahí, no creo que hayamos bailado tampoco. 

Sí recuerdo que en ese momento me odié por no haberle dado mi primer beso a Cristian Socolowsky. 

Estaba muerta por Pecas pero no se lo di y lo hice apropósito. Estábamos por terminar sétimo grado, hicimos un asalto de despedida y mientras bailábamos un lento, me confesó su amor.

 Me dio tanta bronca que esperara al final del año para declararse, que del enojo, no le di el beso. 

Nos sentábamos juntos desde tercer grado, compartíamos trabajos en grupo, mil oportunidades de declararse y tuvo que esperar a que llegara el día en que no nos íbamos a ver más?

A los 12 años tenía la autoestima tan alta, los valores de dignidad tan afilados que preferí quedarme con la duda de sus besos.

A los 14 ni tuve la oportunidad de pensarlo.

 Se supone que en un baile, a esa edad, con la luz apagada, se supone que uno tiene que hacer lo que hace el resto.

Los 14 años me agarraron viviendo con mis abuelas y como ellas me cuidaban yo tenía la oportunidad de ser niña, de equivocarme y de ser  tarada, de seguir las modas, de enamorarme de Slash, de grabar cassettes con enganchados, de tener la pieza empapelada con los pósters de la revista 13/20.

 Podía dejar que otros tomaran las decisiones importantes.

Esa edad del pavo no me duró mucho.

 Unos años más tarde tuve que volver a ocuparme de las decisiones, volver a ser madura, volver a tener claros los valores y ser yo la que cuidara.

Hoy soy la de 14 cuando me siento contenida y estable, a veces  la de 12 me visita con su sabiduría para cortar situaciones angustiantes.

Todavía no aprendo cómo hacer para que podamos coexistir, pareciera que una ocupa el espacio de la otra; si estoy muy sostenida me achancho y si me siento poco valorada termino todo de cuajo.

Todavía no aprendo a ser medio tarada, medio sabia.