viernes, 18 de octubre de 2013

un café

La mujer tenía una sonrisa pícara, miraba por la ventanilla del colectivo pero sus ojos estaban más allá, de a ratos sonreía, su pelo estaba húmedo por la lluvia. 

No podía dejar de mirarla, había un rasgo misterioso que me atrapaba, que me invitaba a fantasear sobre ella.

Le inventé una historia.

Amanece gris, llueve, el frío invierno amenaza con quedarse para siempre. 

Amelia se prepara para salir, da vueltas con la elección del vestuario, finalmente elige un jean y un pullover negro; “pasar desapercibida” piensa, recoge su larga cabellera con una cola de caballo por encima de la nuca.

En el colectivo lee un párrafo de su libro: “tanta era la pasión que sentían el cactus y la flor que, aun sabiendo el desenlace, se fundieron en un abrazo y las afiladas espinas de él terminaron por matarla. Nunca más el cactus pudo amar, prefirió la distancia y el recuerdo”.

Las calles de San Telmo siempre le gustaron, hoy además, es feriado, llueve y no hay casi nadie caminando, eso le gusta más.

Hunde su boca en la bufanda, mira hacia los costados, está parada en la esquina elegida para el encuentro.

Julio sonríe, está a una cuadra pero su amplia sonrisa es visible desde lejos, Amelia le devuelve la galantería, se inquieta y comienza a caminar hacia él. 
Se saludan con un tímido beso, enseguida percibe su perfume, ese que nunca más sintió en nadie, como si fuera parte del cuerpo de él, como si solo le perteneciera a Julio.

Se dirigen al café más cercano, no les interesa el escenario, la prisa es por saber qué ha sido de sus vidas, en estos años sin verse.

Frente a frente, café negro él, lágrima ella, sus relatos van del presente al pasado, estudios, viajes, se preguntan por los parientes, se ríen recordando a amigos comunes. 
No mencionan nada de la época en la que eran pareja, se resisten a cruzar ese límite.

Amelia se siente cómoda, tenía miedo, quería evitar caer en su hechizo.
A sus amigas les había dicho que iba sin expectativas, sin restricciones,  que iba liviana, usó esa palabra, aunque nada tenía que ver con su personalidad, ella nunca va liviana a ninguna parte, está cargada de historias, está cargada de resentimientos, de penas, de alegrías, de pensamientos, de reflexiones y también de deseo.

Julio estaba bien vestido, se había preocupado por su apariencia, se comportaba gentilmente, no había recelo en su mirada, no había reproches en sus comentarios.

Evitaba por todos los medios rozar siquiera alguna parte del cuerpo de Amelia, fue gracioso cuando ella se levantó para ir al baño, él saltó de la silla para que pudiera pasar en un gesto claramente exagerado.

El segundo café los encontró más relajados o menos temerosos, se quitaron los abrigos, no lo habían hecho aún, Amelia tenía las mejillas encendidas por el calor.

El bar era luminoso, feo, parecía una cadena norteamericana, se animaron a bromear al respecto, cuando eran novios le daban mucha importancia a la elección del lugar para pasear, muchas veces la discusión terminaba por ocupar la energía y hasta el tiempo para salir, ahora se habían metido en el primero que vieron y era horrible,  su mesa estaba en el centro, a la vista de todos. 

Amelia no lo dijo pero sabía que no era casual, que ambos se sentían presionados con ese encuentro, que desde hacía años, 22 para ser exactos, ese café estaba pendiente, ellos lo sabían, lo sabían sus amigos, lo sabían quienes habían sido sus parejas subsiguientes, aun así se sentían incómodos, por eso buscaron el bar menos sexy, la mesa más visible y en el caso de Amelia, hasta el atuendo menos halagador.

Fue durante la charla y con menos barreras preventivas, que ocurrió lo que luego explicarían como si una descarga eléctrica los hubiera golpeado; Julio quiso tomar un sobre de azúcar, al mismo tiempo Amelia extendió la mano para acomodar una arruga del mantel, la punta de sus dedos se tocaron apenas por una milésima de segundo, sus pieles desnudas estuvieron una junto a la otra ocasionando que sus miradas confluyeran, durante ese minúsculo segundo todo alrededor pareció apagarse, se fue, desapareció, sostuvieron el encantamiento mirándose, recorriendo con sus ojos el contorno de sus bocas, de sus mejillas, de sus orejas, bajaron por el cuello, rodearon sus torsos, se detuvieron en los hombros, la mesa les impedía seguir el trayecto, sus dedos pasaron de estar yema contra yema a recorrer las manos, pronto las tuvieron entrelazadas, se apretaron con fuerza. 

Amelia sentía que su cuerpo volvía de algún viaje extraño, como si hiciera mucho que no lo sentía, como si hiciera milenios que no la habitaba. 

Julio tenía las manos sudadas, un poco temblorosas, con los párpados a media asta, volvieron a encontrarse en las pupilas dilatadas del otro.

Permanecieron así por un período indescifrable, pudieron ser segundos, pudo ser una vida. 

Julio fue el primero en bajar la cabeza, cruzó sus brazos, miró la hora en su celular.

Amelia estaba inmóvil, se quedó todo lo quieta que pudo, ella pensaba que si no se movía, él se iba a olvidar que estaban ahí y quizás se quedaran juntos un rato más.

Pidieron la cuenta.

Afuera helaba, estaba oscuro, caminaron un poco mirando los adoquines, en Independencia ella señaló la parada de su colectivo, él movió la cabeza hacia su auto y ofreció llevarla.

Amelia y Julio habían sido una ecuación complicada, todo parecía indicar que funcionaban bien, se divertían juntos, tenían el mismo humor terriblemente negro, ella era independiente, él se esforzaba por cuidarla, por hacerle notar lo fácil que sería la vida si dejaba que un hombre protector la acogiera bajo su ala, ella se divertía desarmándole paradigmas, complicando su mundo, el amor era pura química,  era explosión de sudor, sus encuentros eran pasionales en todos los aspectos, se inventaban problemas solo por vivenciar las tórridas reconciliaciones.

Estuvieron juntos varios años, el disfrute mutuo nunca mermó pero tampoco dio paso a nada más, la relación se moría en la desnudez de los cuerpos, de la desnudez de sus mentes, de sus sentimientos, de sus almas, no había nada, desconocían esa profundidad.

Se separaron por un tercero.

 Julio estuvo años sin hablarle, sin permitir que nadie se la mencionara, dejó de pasar por la calle donde ella vivía, la borró de su mente. 

Ella dejó de pensar en él, liberó el camino para lo nuevo, durante años evitó nombrarlo.
Nunca más pasó por la puerta de su casa. Hizo de cuenta que solo fueron “buena piel”.

El auto iba despacio, se notaba el intento por retrasar la despedida. Conversaban sobre el presente, sobre la crianza de los hijos.

Amelia tenía una niña de 14 años, Julio un varón de 15 y otro de 12.

Ambos estaban recientemente separados.

En una calle de Boedo, Julio frenó el auto, giró su cuerpo en torno a Amelia, su mano se apoyó en el hombro de ella, Amelia lo miró a los ojos, ambos respiraban agitados, ansiosos, Julio abrió su boca, quería decirle, tenía la enorme necesidad de decirle que ella lo había roto, que su amor propio se había destruido al verla con otro hombre, que nunca pudo odiarla, ella adivinando, sabiendo, sujetó fuerte su mano y le pidió perdón, por años había sentido la enorme necesidad de abrazarlo nuevamente.
Sus cuerpos, como imantados por una fuerza extraña, se entrelazaron con fuerza.

Había comenzado a llover, casi no se veía la calle, el vapor dentro del auto hacía que sus cabellos estuvieran mojados, tenían calor, estaban tan fusionados que se les hacía imposible imaginarse separados.
Se besaron en el cuello, se mordieron, las orejas fueron recorridas con ávidas lenguas y embestidas con palabras cargadas de erotismo.
Con la velocidad exacta, del que sabe disfrutar, se besaron, sonreían, se miraban, movían la cabeza incrédulos y volvían a morderse los labios.

Esa callecita oscura de Boedo, bajo una copiosa lluvia, con el sonido de los autos rompiendo charcos, mezclado con el de dos cuerpos ardiendo de deseo, fue el escenario perfecto para que aquella ecuación difícil, al fin descubriera su resultado.

El auto arrancó.

Amelia lo miró partir desde la puerta de su casa.

Con el tiempo Julio volvió con su esposa, Amelia conoció a un hombre más joven con el que vive una relación “moderna”, como le gusta llamarla.

Amelia y Julio no volvieron a verse, prefirieron evitar que las afiladas espinas de la cercanía, acabaran matando su pasión.