lunes, 24 de agosto de 2015

la madre




Ana mira a su hijo, él está impaciente, quiere una respuesta.

-¿Cómo es que tengo una abuela y no la conozco?

Esa pregunta llegaría en algún momento, ella lo sabía, tenía respuestas ensayadas pero el nene la toma por sorpresa sin darle tiempo a armar una respuesta sencilla, concreta, sin ahondar en detalles, sin mentiras, con los ingredientes exactos que le habían aconsejado todos los psicólogos que había consultado por el tema.


Ana es una mujer fuerte, siempre pudo responder como si fuera lo más natural del mundo cuando le preguntaban por su familia:

 -Me tocó una madre que no elijo, me alejé de ella cuando tenía 12 años, ahora hace más de 20 que no la veo. Yo soy de las que creen que no hay que querer a la gente por mera cercanía filial, el amor hay que ganárselo, hay que sostenerlo, hay que pelearlo"

Ella decía eso mientras miraba a los ojos a su interlocutor, estaba orgullosa de sostener sus convicciones al respecto.

Nunca pensó que a quien no podría explicarle sería a su propio hijo: ¿cómo decirle que hay madres que permiten que sus hijos las dejen de querer, que se quedan calladas frente al desplante, que no pelean para recuperarlos?

Borja está en plena etapa de construcción de su identidad y Ana cree que la distancia con su rama materna le impide a su hijo trazar el mapa completo.

Tiene una abuela paterna que le cuenta cómo era su padre de niño, se divierte encontrando similitudes. 

La materna es una incógnita; tiene tía abuela materna, pero no es lo mismo, no quiere preguntarle a ella cómo era su mamá de chiquita.

Haciendo un gran esfuerzo, Ana decide intentar reencontrarse con esa mujer que fue su mamá, una noche se sienta en la penumbra para analizar la situación, cierra los ojos, trata de imaginarla, de recordarla, intenta distanciarse de su propio dolor para ver si puede comprenderla.

Su madre tenía 16 años cuando quedó embarazada de ella, era una nena, en las fotos de su nacimiento su mamá tiene la carita regordeta, luce una mueca casi inconsciente; Ana recuerda que ella estaba muerta de miedo cuando sostuvo a su hijo por primera vez.

Todavía le duele tanto, tiene tanto enojo que le oprime el pecho, respira profundo, intenta por su hijo recordar momentos en los cuales su madre le hubiera inculcado alguna idea profunda o una enseñanza, le cuesta, se exprime la cabeza, se le comprime el corazón, no hay.

Cuando Ana tenía 11 años el novio de su mamá se fue a vivir con ellas, era un hombre malo, más que malo era resentido, estaba tan frustrado por la vida horrible que supo forjarse que no podía tolerar que otros pudieran progresar, la denostaba, la maltrataba física y emocionalmente, era tan notorio que se empeñaba en desmerecerla, se burlaba de ella porque había ido a una escuela inglesa, le molestaba que fuera una lectora asidua. Un hombre que no le aportaba nada y que la hacía cada día peor persona, un hombre que supo ser su dealer por dinero y ahora lo era por todo lo que pudiera tomar de ella.

Con Ana era particularmente cruel, el desprecio que se prodigaban era mutuo, ninguno de los dos estaba dispuesto a ocultar lo que sentía respecto del otro, sólo que de un lado había un hombre y del otro, una nena.

Él se convertía en un tirano, la menospreciaba al igual que lo hacía con su mamá, las buenas notas en la escuela eran motivo de burla, hasta le había puesto un apodo: 
"conchafina", sí, así la llamaba.

Su madre permanecía callada, distante, Ana no recuerda que su madre interviniera, bueno sí, intervino una vez, ésa vez...

Se resiste, no quiere entrar ahí, se supone que busca un buen motivo para reencontrarse con ella y así ayudar a su hijo a completar su árbol genealógico pero los recuerdos son abrumadores a veces, revolver en determinadas aguas puede ser peligroso y ella ya estaba metida en ese pantano.

Hubo un día en el que su mamá decidió hablar, decidió intervenir.

Él estaba como siempre, borracho y drogado, su madre también, Ana y sus hermanas recién llegaban de la escuela, no había almuerzo listo ni persianas levantadas, la pila de ropa sucia se acumulaba en el patio sobre el lavarropas, el hermano más chico tenía el pañal sucio y lloraba, seguro tendría hambre, probablemente la escena no distara tanto de otras veces, pero aquél día Ana estaba diferente.'

Levantó las persianas con toda la furia que pudo, abrió las ventanas, calentó una mamadera y mientras miraba dentro de la heladera para ver qué cocinar, el inmundo hombre se abalanzó sobre ella, de un empujón la estampó contra la pared, sacó el queso y el dulce de batata y se cortó un buen pedazo, mirándola por encima de su hombro dijo: 

-Agradecele a tu abuelita Trini". 

Ana sintió que se tambaleaba, la vista se le oscureció, la ira se apoderó de su brazo y con la fuerza del asco acumulado le pegó una trompada en la espalda. 

Su abuela, o abuelita como ella pedía que la llamaran, se encargaba de llevarles comida, ni su madre ni el engendro trabajaban. 

Trini no le daba dinero a su hija porque sabía que era drogadicta pero llegaba todos los viernes con provisiones para que nunca les faltase el alimento.

Que ese hombre espantoso se burlara de ella parecía una locura, aún para el entendimiento de una niña de 12 años.

Con los ojos inyectados de sangre la miró tan profundo, como una serpiente hipnotizando a su presa, la tomó del cuello y la levantó en el aire.

Ana tenía tanto miedo como bronca, eso le permitió sostenerle la mirada y siguió observándolo hasta que él la bajó. 

Sus lágrimas brotaban en silencio, gordas, pesadas, pero mudas.
Miró a su madre que estaba ahí, pegada, a un brazo de distancia, pudiendo evitar que semejante bestia posara sus manos en su hija, pero su madre solo atinó a embestirla con la mirada más dura que pudo y le gritó algunas palabras. 

Ana no las recuerda, las sabe duras, las sabe dichas con desprecio. 

Las imágenes vuelven en cámara lenta aunque quisiera que se fueran rápido, sus hermanas la miraban mal, había hecho enojar a la fiera y seguramente ahora se desquitaría con todos. 
Ellas habían adoptado la postura de parecerse y eso las había salvado en muchas oportunidades, a ella no le salía y eso casi siempre le jugaba en contra. 

En ese momento, frente al caos, la desazón, la soledad más tremenda, no pudo más que respirar profundo, no sabe cómo siguió, no retuvo los pasos siguientes, solo recuerda que fue en ese preciso instante que supo con certeza que esa mujer no podía cuidarla y ella, como cualquier niño, necesitaba sentirse a salvo.

Ese fue el último día que vivieron juntas como madre e hija.

Se siguieron viendo, siguieron hablando, nunca jamás le preguntó por qué se había ido a vivir con su abuelita, nunca intentó que volviera, ella cree que su mamá también se dio cuenta de que no podía cuidarla.

Años más tarde comprendió que nunca más cambiaría, la esperanza de recuperarla se esfumó cuando su abuelita se enfermó de cáncer y en tres meses se murió.

Estaba deshecha, sentía que el mundo se había vuelto loco, esperaba con todo su ser que su madre sentara cabeza, buscara un trabajo y cuidara a sus hijas, pero no, se fue a vivir lejos, a varios kilómetros de distancia. 

Ana tenía 16 años, la edad que su mamá tenía cuando ella nació.

La última vez que hablaron fue cuando la hermana más chica estaba embarazada y se cruzaron en su casa visitándola.

Ana estudiaba en la facultad, Trabajo Social ¿qué más? 

Trabajaba durante el día y por la noche estudiaba, le iba bien, significaba un gran esfuerzo pero estaba entusiasmada.
Mientras Ana le respondía a su madre contándole sobre las materias que más la apasionaban, ella interrumpió su relato para decir:

 -¿Viste qué linda está Male? La pancita rendondita, redondita". 

Male, la hermana menor, había quedado embarazada a los 16 años, igual que su mamá.

Ridículamente a Ana comenzó a irle mal, se le hacía muy difícil estudiar y trabajar, vivía con una amiga, no les alcanzaba el dinero y finalmente decidió dejar la facultad.

En una de esas charlas con amigas fue que se le corrió el velo, pudo identificar el motivo por el cual había dejado de estudiar, volvió a esa conversación con ella, volvió el desprecio:

 "Redondita, redondita... "

Otra vez la desazón, esta vez diferente, esta vez como confirmación, como mano en el hombro para convencerla de que la distancia era lo mejor, esa mujer no podría aportarle nada valioso a su vida, esa mujer le hacía mal.

Ana suspira, infla el pecho, se mira al espejo, se mira a los ojos, repasar los acontecimientos le da el valor suficiente.

Su hijo espera una respuesta, Ana le pide que se siente junto a ella y con total naturalidad le pregunta:

-¿Qué es una mamá?

El niño la mira, piensa un poco y después dice:

-La que te cuida.

-¿Y una abuela?

Piensa otro poco y dice:

-La que cuida a los padres y también a los nietos.

Ana lo abraza y le dice:

- Nosotros no tenemos eso, está la persona, existe mi mamá y existe tu abuela, pero ella no sabe cuidar, es por eso que no la llamamos así y es por eso que no la vemos.

El niño se queda pensando, hace una mueca con su boca, camina hacia la puerta y sin girar le dice:

-Aunque vos no me cuidaras, yo no te dejaría de ver.

Ana está en paz, sabe que el hecho de que su hijo no pueda siquiera imaginarse esa sensación es la confirmación de que ella pudo alejarse de ese dolor, que pudo exorcizarlo, transformarlo, pudo reconstruir su vida al punto de que ese pasado le parece una historia en tercera persona.