sábado, 5 de marzo de 2016

Carmen

La sensación debe ser harto conocida para vari@s: el ceño fruncido, la voz quebrada, los músculos tensos, el cerebro carburando a mil por hora, el registro de saberes ancestrales al pie del cañón, algún que otro pasaje de los cuantiosos libros leídos sobre el tema que aparece tímidamente, pero nada funciona, todo resulta en vano, ningún conocimiento puede aplicarse para este caso en particular.

Mi hija no me da bola.

Va por la vida con ímpetu de niña sonriente y cantante, no acepta "noes" y cuando la reto, me abraza, se ríe y canta.

Ella es inmune a todo, nada la vulnera.

Mi hijo mayor era un señorito inglés, jamás de los jamases tuve miedo (sí, miedo, esa es la sensación) de salir al mercado, a la casa de una amiga, al médico, a viajar en colectivo. Él siempre se comportaba, nunca tuve que apelar a las amenazas, ni a los caramelos, hacía caso.

Todo el mundo ponderaba su buen comportamiento y ahí estaba yo, mandándome la parte, pensando para adentro que era lógico que el chico fuera un niño modelo porque yo era una excelente madre, una experta poniendo límites, una supermamá enciclopedia respondiendo las mil y una preguntas del niño hasta convertirlo en un erudito.

Hace 20 meses llegó Carmen y su especial forma de ser, su avasallante personalidad y su hermoso carácter.
 
 

¿Será el cosmos dándome un baldazo de humildad?

Corre libre con lobos, anda por la vida sin pañal y vertiendo a su gusto donde sea, es capaz de cruzar la calle sin escuchar los gritos de sus padres, de arrojarse desde la silla al suelo, el inodoro es el mejor lugar para guardar todos sus tesoros, los del hermano y los de sus padres.
 

 
 
Mete la cabeza en cuanto agujero se le ponga delante. Parecía impensado que intentara remedar a los gatos y escapar al patio por la diminuta puertita para mascotas, hasta que un día la encontramos trabada en el agujero, cabeza y brazo allí metidos, llanto, gritos. La imaginación de esta madre desbordada y tremendista enseguida generó imágenes de bomberos, máquinas de esas que cortan el metal mientras hacen un rugido de bestia escupe chispas, los noticieros en la puerta, cadenas de oración... mientras tanto el padre intentaba extraer a la nenita mediante movimientos pausados, calmos, hablándole despacio. Finalmente logró sacarla y no hizo falta nada de todo el drama por mí imaginado.

La hemos llevado a la guardia médica más veces que a mi hijo mayor en sus 9 años.

Comenzando por el cordón umbilical con olor a podrido (tranquilas, dijeron que era normal), chichones tipo huevo de dibujito animado, alergias, cortaduras, lengua perforadaaaaaa (síííí, un espanto), hasta me da vergüenza avisarle a la pediatra cada vez que le pasa algo, me van acusar de tener síndrome de Münchhaunsen.

La sala de espera y el consultorio médico son mi nueva pesadilla recurrente. Mientras intento concentrarme en las indicaciones que me imparte la pediatra, Carmen abre cajones, salta en la balanza, quiere enchufar artefactos. Ojo, la reto, le explico, la miro con cara de asesina de Bambis, pero no logro amedrentarla. La doctora dice "es un espárrago", su peso no parece ser el "ideal" según su talla y edad. Carmen come poco, lo hace mientras camina, a duras penas se sienta en la mesa por 5 minutos, cualquier caloría que ingiera es gastada en el mismo momento porque esta nenita no para ni un segundo, no paaara.

En la familia somos todos adoradores de la Reina Harina, cuando pasamos por una panadería nos convertimos en zombies, babeamos, nos codeamos; ella lo hace cuando pasa por la verdulería, mira los tomates y exclama: "mmmmmmm, rico mate". Así nunca va a engordar.

Cada vez que salimos a la calle se sienta en todos los umbrales, entra a cuanto negocio aparezca en su camino, corre, toca, chupa y revolea. Hasta el vecino más huraño ablanda su semblante cuando ella lo mira de frente; como si fuera la Reina de la Primavera agita sus bracitos saludando, expande su sonrisa, inclina la cabeza y grita "hooooola".

Mi tío me ha dicho que mejor no nos veamos hasta que Carmen "esté un poco más adaptada", confieso que fue un alivio, tiene dieciocho mil quinientos adornitos, todos frágiles, es una tentación para ella.

Mi mayor esperanza radica en la escolarización, tengo todas las expectativas puestas en el jardín al que va a ir en marzo. Espero con toda el alma que esas profesionales de la primera infancia puedan hacer algo por ella. Tal vez mi fantasía fue alimentada por la seño. Casi lloro de emoción cuando al tiempo que decía la mágica frase: "no te preocupes, mami, acá todos entran medio terremotito", me señalaba a 5 nenitos, del tamaño de Carmen, quietos, peinaditos, vestidos y sentados en la mesa tomando la leche.

No sé a dónde habrá quedado aquella madre decidida, aquella mujer de manos firmes que llevaba a su hijo todo el camino "de la manito", la que podía decir sin que le temblara el pulso "ahora chocolate no", qué habrá sido de ella y de las convicciones tan arraigadas "nada de tele hasta los 3 años", una incógnita, un real misterio, esa madre fue absorbida por ésta, solo así se explican los kilos de más que tengo.

Lo agotada que estoy es directamente proporcional a lo encantada que me tiene con su presencia.
 
 

Ser madre de dos, ser dos madres en una, haber sido madre de un deambulador obediente y ser madre de una deambuladora muuuy exploradora, es tal vez lo más alienante que me tocó vivir, pero acá estoy, sincerando, dejando claro que si hay algo en el mundo, que a uno lo embiste de humildad, es sin dudas la maternidad.

P.D: Seamos más solidarias, mujeres, cuando veamos un pibito encaprichado, golpeando su cabeza contra el piso, no señalemos con el dedo acusador a esa madre que intenta calmarlo con tono sereno y unas ganas enormes de salir corriendo a la Terminal de Retiro, estiremos la mano con un chocolate y un pañuelo descartable, pero no para el mocoso, sino para esa pobre mujer.

 

 

viernes, 15 de enero de 2016

Hermanas


Ese recuerdo vuelve cada tanto;  el jardín de una casa con los pastos altos, en el fondo un galpón de chapa y en el costado izquierdo un sauce llorón, un naranjo y un duraznero.
En el galpón de chapa estaban los libros de la familia, por alguna razón estaban tirados en el suelo, mojándose, arruinados por la humedad.

Mi madre era una gran lectora, no sé por qué permitía que estuvieran así, desapareciendo.
Algunas tardes me escondía ahí y los ojeaba,  elegía por la ilustración de las tapas, por el tamaño de la letra, los amarillentos me encantaban porque parecían para grandes.

Una tarde encontré un librito que tenía en su tapa una cigüeña con un bebé colgando del pico, decía: “Recuerdos de mi bebé”. Era mío, había un mechón de pelo, mi piecito estampado, los datos de mi peso y talla al nacer. Estaba lleno de moho.
Otro día encontré Mi planta de Naranja de Lima, comencé a leérselo a mis hermanas por la noche y se nos ocurrió elegir un árbol de nuestro jardín para cada una.

El orden para hacerlo estaba dado por la edad, la mayor elegiría primero, esa como tantas otras reglas la había implementado yo, las ventajas de ser la hermana mayor, dicen.
Me quedé con el duraznero, sus ramas, bien enrevesadas, favorecían el ascenso, no era tan alto y en ese momento estaba lleno de pequeñas flores de color rosa, el perfume que emanaba impregnaba el jardín, la casa y mi infancia.

Maria eligió el sauce, estaba lleno de bichos canasto y a ella le encantaba coleccionarlos.

A Male, por descarte, le tocó el naranjo. Tuvo suerte, en unos meses se llenó de frutos.
Atravesar el pasto largo, llenarse de ronchas al hacerlo, rasparse las rodillas con las ramas, hacerse más de un chichón por caer desde lo alto, era cuestión diaria, ni llorábamos por los magullones, habíamos inventado que frotarse el pelo en la herida, la curaba al segundo.

En esa época no teníamos tele, teníamos jardín.
Afuera el aire era fresco, afuera éramos nenas, jugábamos bastante bruto, nuestras rodillas siempre estaban negras, los pelos enmarañados y la imaginación más despierta que nunca.

Nos peleábamos mucho entre nosotras, a piñas, de los pelos, con gritos y llantos. A veces lográbamos abstraernos del mundo jugando juntas, esos días parecíamos las mejores hermanas.
No recuerdo mucho la presencia de mi madre en esa casa de Cañuelas, pasábamos bastante tiempo solas, hacíamos muchas travesuras, corríamos peligro.

Cuando pienso que nos trepábamos al techo de la casa, para meternos en el tanque de agua, me corre un escalofrío.
Nos encantaba escuchar la música de nuestra mamá, poníamos Led Zeppelin en el tocadiscos y subíamos el volumen al máximo, la vecina nos golpeaba la puerta pero nosotras no le hacíamos caso.

Yo tendría 8 años, mi hermana del medio 6 y medio y la pequeña 5.
El día que nos mudamos de esa casa, los libros quedaron arrumbados en el galpón.

No pude llevarme ni mi librito de bebé, ni la colección de Robin Hood, ni mi libro de Mujercitas con la dedicatoria que me había escrito mi abuelita Trini.
No pude preguntarle a mi mamá por qué los había dejado arruinarse, si parecía valorarlos tanto.

Después de Cañuelas nos mudamos a otra casa, tenía un solo árbol, era un limonero y yo me empeñaba en escalarlo y hacerlo mío, mis hermanas ya no jugaban a treparlo.
Muy pronto dejamos de ser nenas, también dejamos de tener momentos de mejores hermanas.

Con el tiempo ellas, al igual que los libros, también padecieron el moho, la humedad y el descuido.
Una vez más, mi madre no pudo evitar que la ruina le llegara a lo que tanto apreciaba.

Desde lo alto del limonero evitaba que me llegara la roña, mi árbol que ahora estaba lleno de flores blancas, de riquísimo perfume, me mantuvo a salvo. Yo no fui tocada.
Mis hermanas no pudieron aferrarse a las ramas, mi madre no pudo sacudir la podedumbre, las tomó, las tragó, las desapareció.

Su imposibilidad de cuidar lo que amaba, también las arruinó a ellas.