Ese recuerdo vuelve cada tanto; el jardín de una casa con los pastos altos,
en el fondo un galpón de chapa y en el costado izquierdo un sauce llorón, un
naranjo y un duraznero.
En el galpón de chapa estaban los libros de la familia, por
alguna razón estaban tirados en el suelo, mojándose, arruinados por la humedad.
Mi madre era una gran lectora, no sé por qué permitía que
estuvieran así, desapareciendo.
Algunas tardes me escondía ahí y los ojeaba, elegía por la ilustración de las tapas, por el
tamaño de la letra, los amarillentos me encantaban porque parecían para
grandes.
Una tarde encontré un librito que tenía en su tapa una
cigüeña con un bebé colgando del pico, decía: “Recuerdos de mi bebé”. Era mío,
había un mechón de pelo, mi piecito estampado, los datos de mi peso y talla al
nacer. Estaba lleno de moho.
Otro día encontré Mi planta de Naranja de Lima, comencé a
leérselo a mis hermanas por la noche y se nos ocurrió elegir un árbol de
nuestro jardín para cada una.
El orden para hacerlo estaba dado por la edad, la mayor
elegiría primero, esa como tantas otras reglas la había implementado yo, las
ventajas de ser la hermana mayor, dicen.
Me quedé con el duraznero, sus ramas, bien enrevesadas,
favorecían el ascenso, no era tan alto y en ese momento estaba lleno de
pequeñas flores de color rosa, el perfume que emanaba impregnaba el jardín, la
casa y mi infancia.
Maria eligió el sauce, estaba lleno de bichos canasto y a
ella le encantaba coleccionarlos.
A Male, por descarte, le tocó el naranjo. Tuvo suerte, en
unos meses se llenó de frutos.
Atravesar el pasto largo, llenarse de ronchas al hacerlo,
rasparse las rodillas con las ramas, hacerse más de un chichón por caer desde
lo alto, era cuestión diaria, ni llorábamos por los magullones, habíamos
inventado que frotarse el pelo en la herida, la curaba al segundo.
En esa época no teníamos tele, teníamos jardín.
Afuera el aire era fresco, afuera éramos nenas, jugábamos
bastante bruto, nuestras rodillas siempre estaban negras, los pelos enmarañados
y la imaginación más despierta que nunca.
Nos peleábamos mucho entre nosotras, a piñas, de los pelos,
con gritos y llantos. A veces lográbamos abstraernos del mundo jugando juntas,
esos días parecíamos las mejores hermanas.
No recuerdo mucho la presencia de mi madre en esa casa de
Cañuelas, pasábamos bastante tiempo solas, hacíamos muchas travesuras,
corríamos peligro.
Cuando pienso que nos trepábamos al techo de la casa, para
meternos en el tanque de agua, me corre un escalofrío.
Nos encantaba escuchar la música de nuestra mamá, poníamos
Led Zeppelin en el tocadiscos y subíamos el volumen al máximo, la vecina nos
golpeaba la puerta pero nosotras no le hacíamos caso.
Yo tendría 8 años, mi hermana del medio 6 y medio y la
pequeña 5.
El día que nos mudamos de esa casa, los libros quedaron
arrumbados en el galpón.
No pude llevarme ni mi librito de bebé, ni la colección de
Robin Hood, ni mi libro de Mujercitas con la dedicatoria que me había escrito
mi abuelita Trini.
No pude preguntarle a mi mamá por qué los había dejado arruinarse,
si parecía valorarlos tanto.
Después de Cañuelas nos mudamos a otra casa, tenía un solo
árbol, era un limonero y yo me empeñaba en escalarlo y hacerlo mío, mis
hermanas ya no jugaban a treparlo.
Muy pronto dejamos de ser nenas, también dejamos de tener
momentos de mejores hermanas.
Con el tiempo ellas, al igual que los libros, también
padecieron el moho, la humedad y el descuido.
Una vez más, mi madre no pudo evitar que la ruina le llegara
a lo que tanto apreciaba.
Desde lo alto del limonero evitaba que me llegara la roña,
mi árbol que ahora estaba lleno de flores blancas, de riquísimo perfume, me
mantuvo a salvo. Yo no fui tocada.
Mis hermanas no pudieron aferrarse a las ramas, mi madre no pudo
sacudir la podedumbre, las tomó, las tragó, las desapareció.
Su imposibilidad de cuidar lo que amaba, también las arruinó
a ellas.