miércoles, 6 de octubre de 2010

la infancia

A veces me parece que hubiera vivido tres o cuatro vidas.

De la infancia no tengo muchas fotos, se fueron perdiendo. Conservo algunas pocas en papel y otras tantas son fotos mentales.

Podría describir la imagen de un pincel escabulléndose por los agujeritos del desagote del lavatorio.

Una niña de 9 años con enormes ojos, pinta un colorido paisaje con acuarelas, al finalizarlo lava su pincel y lo pierde para siempre.

La congoja de su pérdida busca consuelo en las palabras tiernas de un papá protector, que la abraza y le enseña a pintar con los dedos.

Sin embargo es el terror el que me invade cuando el pincel desaparece, mi cuerpo se estremece al pensar en la reacción que va a tener él.

Esa escena representa en mi recuerdo, la imagen misma de la desesperante sensación de miedo, que puede causar un padre violento.

También podría pensar en la escuela, en los minutos finales y la alegría que le causaba a esa misma niña el timbre largo de las 12hs, el regocijo de salir al sol y llegar a su casita.

Visualizar a su mamá conversando con otras madres, tomar su mano, suspirar. Pues otra imagen alejada de mis fotos.

Mi madre se empeña en ser una especie de Janis Joplin (tal vez la música fue la única influencia positiva que me dejó, debo reconocerlo) pero sin talento musical.

Ella en lugar de ser chusma, tener un corte de pelo anacrónico y estar vestida como señorona, se sienta en la esquina de la escuela en la vereda del kiosco y se toma una cervecita para esperarnos... ahora a la distancia, aunque todavía me sigue pareciendo bochornoso, aprendí a convertirlo en mueca tragicómica. 

Escenas como ésta se repitieron por miles, algunas peores.

Hoy pienso que uno puede llegar a reírse de casi todo, de cualquier cosa. Me han tallado una personalidad resistente al ridículo.

Al fin y al cabo qué podría ser peor que tener una madre así?

Hice un doctorado en desvinculación con la infancia infeliz y logré que la imagen representativa de la infancia sea la casa de mis abuelas (mi abuelita Trini y su mamá, mi bisabuela Cuqui), allí el remanso, el refugio, lo previsible.

Para acotarlo aún más, una imagen que representa mi infancia es la hora de la siesta en esa casa.

Cuqui se acostó, ahora no puede volar ni una mosca, no se puede hacer ni el más mínimo ruidito.
Esas son las reglas, aunque sé que ronca y entra en un sueño tan profundo que nada la despierta.

No importa, esa consigna vuelve todo más propicio, en definitiva una buena detective tiene que ser sigilosa.

Abuelita Trini no está, ella trabaja hasta la noche y su habitación es el lugar elegido para la misión.

El magiclic se convierte en una Magnun y el delantal de cocina en vestido de investigadora fashion.

Para llegar solo tengo que pasar por la puerta de Cuqui, existen dos métodos; puedo hacer cuerpo tierra o un salto en largo y aterrizar justo en la alfombra del otro cuarto, si me sale voy a rodar para hacerlo más dramático.

Logro llegar sin que mis piernas golpeen la biblioteca, ese ruido podría delatarme y mi plan se vería frustrado hasta la próxima siesta.
Las puertas del ropero prometen sorpresas, revisarlo es uno de los placeres que más disfruto. 

Una vez descubrí los regalos de Navidad, esa vez no me gustó tanto ser una buena detective.

Abro las puertas, levantando un poquito la derecha porque chilla, ahora frente a mis ojos sus mágicas pertenencias. 
Miro uno por uno sus trajecitos colgados, me pruebo el vestido azul con vuelo, lo combino con la cartera borravino sin saber que unos años más tarde sería mía, una vez más, saco con mucho cuidado los collares que guarda en cajitas de terciopelo, leo las cartitas y miro los dibujos que le regalamos nosotros, sus nietitos... todo en el mayor de los silencios, con el corazón acelerado por lo prohibido de la situación, mirando cada tanto las agujas del reloj y sabiendo que cuando falten 5, para las cuatro, debo volver a ser una niña de 10 años, leyendo un librito en el sillón del living, porque Cuqui se va a levantar para prepararme la leche.

Mi escena significativa de la infancia es esa y va acompañada del olor a naftalina, a buñuelitos de espinaca, de la tersura de las sábanas almidonadas y del infaltable besito de las buenas noches.





                                                 ** cuando Cuqui me habita**

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